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La UNAM y los premios Príncipe de Asturias (página 2)



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También destacarán el reforzamiento de los símbolos y representaciones del pasado, como el Camino de Santiago o las diversas fundaciones folclórico-turístico-culturales como el Premio Europeo Carlos V de la Fundación Academia Europea de Yuste o el Premio Príncipe de Viana, todos ellos a medio camino entre el afán de protagonismo de las respectivas autoridades autonómicas y el ofrecer una plataforma publicitaria de la Monarquía. Algo que también se manifiesta con la designación de instituciones y recursos públicos del Estado –como hospitales, centros universitarios o parques- con alguno de los nombres de los miembros de la Casa Real sin que medie para ello obligación de ningún tipo, ni se dé en las personas que prestan su nombre el menor mérito, adecuación o sentido con relación a tales instituciones. Por ejemplo, es lógico y se comprende que un hospital pueda llamarse Gregorio Marañón, Jiménez Díaz, Miguel Servet o tome el nombre del territorio de pertenencia, pero lo que es absurdo que los hospitales pasen a denominarse Infanta Leonor o Infanta Sofía, promovidos estos nombres por la Presidenta de la Comunidad de Madrid. Y algo parecido ocurre con la institución recién presentada al público en Girona denominada Fundación Príncipe de Girona. Su objeto es apoyar y orientar social y profesionalmente a jóvenes en peligro de exclusión.

¿Acaso no existe en la historiografía española o, incluso, catalana, personajes testimoniales que se hayan distinguido por su trabajo a favor de la infancia y la juventud? En ambos caso, el deseo o afán de notoriedad, nos pondrá de manifiesto una vocación por la adulación gratuita y su admiración por la representación plástica o estética del poder –más que una vocación de servicio público- representado en este caso por los miembros de la Corona.

Con toda esta actividad publicitaria la Corona vendrá a adherirse como huésped a los recursos, a los valores y referentes de nuestro tiempo haciendo uso del trabajo, del esfuerzo, del empeño, de la creatividad, de la voluntad, del valor y el talento de las personas destacadas en alguna de las múltiples actividades humanas, científicas, periodísticas o del deporte como espectáculo pertenecientes al ámbito nacional e internacional a fin de publicitar y asociar a la actualidad el anacronismo de la institución que representan. Nada nuevo, desde luego, pues esos son los procedimientos usados desde tiempos inmemoriales, desde los faraones del antiguo Egipto hasta los dictadores del siglo XX, desde Franco a la China de Mao, pasando por los emperadores romanos, los sátrapas antiguos y modernos, los reyes feudales y del Antiguo Régimen o Edad Moderna.

Pero, a veces, este deseo y estrategia de querer adherirse parasitariamente a la noticia de máxima actualidad en cada momento nos muestra las paradojas y las facetas contradictorias de una institución anacrónica que trata de suplir la amnesia sobre el pasado con la brillantez de los espectáculos institucionales del presente. Nada nuevo tampoco, pues ya el mismo Jesús nos advirtió sobre las apariencias y la ostentación de riqueza y el boato de los que ejercen el poder tratando de ocultar la podredumbre sobre el origen de ese mismo poder1.

En este sentido, resulta aleccionador y, al mismo tiempo, paradójico, el discurso leído por Ingrid Betancourt en su recepción del Premio Príncipe de Asturias a la Concordia 2008. Este sería un discurso pensando en los muchos de sus compatriotas aún presos y víctimas de las FARC y, en general, de la violencia en cualquiera de sus formas que acompaña la historia política colombiana y, por extensión, de Latinoamérica. Pero sus reflexiones también las hace extensivas a un mundo cada vez más limitado e interdependiente donde mucha gente también comparte a lo largo y ancho de la sociedad internacional una suerte semejante a las víctimas colombianas.

Ingrid Betancourt nos hablaba de la indiferencia de muchos y el compromiso de pocos. En este sentido nos invitaba a romper con la maldición de la indiferencia y la entrega a la resignación. Porque, según palabras suyas, "la resignación es morir un poco, es no hacer uso de la posibilidad de escoger, es aceptar el silencio. La palabra, en cambio, precede a la acción, prepara el camino, abre las puertas. Hoy debemos más que nunca usar la voz para romper cadenas". Toda una lección para los defensores, falsificadores o mistificadores de la transición española. Incluso, su reflexión política la hará extensible a la crisis financiera que también nos acompaña, interpretándola como un síntoma de la degradación de un modelo económico construido sobre la irresponsabilidad y el egoísmo. No por casualidad el iletrismo, el monopolio de la palabra y la censura, bien voluntaria o impuesta por el código penal y la indiferencia por la cosa pública serán las condiciones necesarias tanto de las monarquías pasadas y presentes como de los sistemas políticos autoritarios o totalitarios y la estrategia preferente de los de partidos dominantes.

Lo paradójico es que estas reflexiones sean expuestas en la recepción de un premio ideado para la legitimación y falsificación de una institución, como es la monarquía, sustentada en el tiempo -y en algunas cuestiones hasta el mismo día de hoy- en todos los contravalores relacionados en su discurso: la violencia y la inducción al miedo como estrategias políticas, la defensa obsesiva del patrimonio personal de la Corona como encarnación de la nación en un contexto general de lucha de clases que es, precisamente, lo que conforma la historia política y militar de las monarquías europeas. O, ya en nuestros días, identificando el bien personal con el bien público, la indiferencia por los pueblos propios y extraños, el control y censura de la palabra, la extrapolación de la pobreza y la riqueza, los monopolios, la imposición del silencio y la resignación, debiendo de tener y aceptar por bueno los delirios y la falta de cultura política de Franco. Circunstancias que darían lugar a una constitución impulsada por la ilusión de un alejamiento de la dictadura pero apoyada aún en los aparatos represores y la inducción a un miedo difuso e infundado, elaborado y propagado por los herederos del Dictador.

Desde luego que la citada acusación de Jesús contra los escribas y fariseos–las clases pudientes y sacerdotales de la época- de ser semejantes a los sepulcros blanqueados no ha perdido toda su vigencia ya que los príncipes de turno solo exponen al público los símbolos y parafernalia del poder pero nunca los mecanismos por los que alcanzan y conservan el poder. Ni siquiera el Antiguo Testamento, con ser muy anterior, tampoco habrá perdido su vigencia al hacernos la descripción ante propios y extraños del comportamiento de los reyes de los tiempos bíblicos2 cuyas estrategias servirán de referentes a las monarquías subsiguientes tanto en Oriente como en Occidente. Añadiendo, además, las consecuencias derivadas de la doctrina bíblica y católica3 de no seguir ningún tipo de restricción de la natalidad, teniendo por modelo reproductivo el seguido por los animales, adoptado tanto por los aborígenes latinoamericanos como por los filipinos.

A pesar de su aparente popularidad o, como lo expresa Peñafiel4 con relación a la Monarquía en España, cuya aceptación la define como de algo milagroso por inexplicable, el supuesto milagro de aceptación –como todos los milagros- no dejará de ser una entelequia social, una ficción jurídica, una creencia y un cuento agradable, simpático y tranquilizador cuyo copyright está en manos de un sistema de partidos basado en el principio de obediencia, jerarquía y adulación –a semejanza de los sistemas autoritarios, sultanatos y cortesanos- y de una clase política e intelectual que les gusta y les resulta adaptativo, profesionalmente rentable y de lo más sencillo vivir de los cuentos. Por ello, Simón Rodríguez, inspirador y mentor de Simón Bolívar, resaltará la ignorancia en que las monarquías han tenido sumidas a sus respectivos pueblos, por lo que serán las clases más elevadas quienes "tengan el deber y la iniciativa de la emancipación política, aún sin consultar a los pueblos, pero no se les puede declarar, sin injusticia, eternamente inhábiles para la Representación. Son menores, no dementes como los Reyes los consideran"5. Por eso no será extraño que los más decididos admiradores de los reyes sean los niños, porque les traen juguetes y pueden hacer posible algunas ilusiones; los místicos y teólogos católicos –seguidores de la Biblia y los Evangelios como transmisores de la cultura egipcia y romana- para quiénes los reyes y los sacerdotes son elegidos y llamados por Dios para hacer de intermediarios y representantes de la divinidad en la tierra; de los aborígenes y los pobres hispanoamericanos, que esperan algún tipo de ayuda de los países ricos y, en el caso que nos ocupa, ofrecer una fugaz ilusión ante los malos datos de la macroeconomía mexicana; de los adultos refractarios a la lectura; de aquellos que se satisfacen con las imágenes de las revistas o programas del corazón; de los que buscan en los testimonios de la cultura material y las representaciones artísticas del pasado una razón política para legitimar el presente; de los profesionales dependientes de los organismos de autoridad, muchos de ellos ejerciendo de cortesanos desde los organismos públicos, y de aquellos otros profesionales charlatanes y charlatanas que se dedican a la magia, a predecir el futuro, a echar las cartas y a engañar, todos ellos convertidos en agentes sociales activos –voluntarios o involuntarios- del integrismo o conservadurismo político. Cabría destacar que el mayor publicista contemporáneo de la Monarquía británica -Joseph Hilaire P. Belloc- no podía ser más que un inglés liberal y profesar la religión católica con su concepción idealista y romántica del pasado y un escritor de cuentos para niños para quien la monarquía no deja de ser algo mágico y un misterio sacramental convirtiéndose en el mejor referente del conservadurismo español. Por ello serán los niños los principales destinatarios de los contenidos mágicos, irreales y falsificadores de la función de los reyes, tal como aparece en las sucesivas ediciones de un concurso ideado para los niños desde el integrismo político6.

Cabría considerar que ni el buscador Google, ni los creadores del correo electrónico o del teléfono móvil ni, por supuesto, la UNAM necesitarían tal premio para reconocer su peso político y cultural en sus respectivos ámbitos, unos a escala mundial y el otro en la vida nacional mexicana aunque, en este caso, no serían nada despreciables para la UNAM los cincuenta mil euros en los que está dotado el citado premio dentro de una economía maltrecha. Y, desde luego, tanto la prestigiosa UNAM con su mayor capacidad de proyectar este premio que el resto de los candidatos presentados, sobre todo entre la inmensa masa de gente crédula y funcionalmente analfabeta de los países latinoamericanos como los citados avances científicos y tecnológicos vendrían a ejercer la función de patrón a una de las instituciones políticas parasitarias más antiguas, como es la monarquía, al objeto de extender y publicitar su imagen en la esfera internacional, aunque no cabe duda que los citados premios tienen su mercado natural en el consumo publicitario interno español. Sin embargo, la UNAM no tendría que perder de vista la función y vocación que ha dado y da sentido a la universidad como institución social en la búsqueda, establecimiento y transmisión de la verdad. Y, aunque en una ocasión puntual pueda quedar adherida al poder, a las fuentes financieras, a la publicidad institucional o constituya un respiro en un mar de malas noticias, su objeto tendrá siempre que sustentarse en el continuo esfuerzo en distinguir lo real de la fantasía.

Por ello, dichos premios no pasan de ser un simple mecanismo publicitario y, además, haciendo uso de la falsificación de la historia como única alternativa posible de la reacción política, protagonizada por los cortesanos de turno en consonancia con una Función pública conservadora donde la autoridad, la confianza, la fidelidad, la adulación y la rutina primarán sobre el trabajo, la capacidad, la competencia o la innovación. Y, además, en el caso de los Premios Príncipe de Asturias, al situar su sede en la periferia y no en el centro, a fin de evitar las viejas contaminaciones centralizadoras borbónicas, se caerá en el provincialismo asturiano, cuna de la Reconquista, un territorio no contaminado con sangre mora o judía, y un buen modelo de credulidad y fidelidad a los santos, a las vírgenes, a los reyes y a los príncipes. Por ello no sería extraño que fueran los asturianos Juan Vázquez de Mella y Cesáreo Rodríguez y García-Loredo quienes representen la versión española más tradicionalista -o fundamentalista en el lenguaje actual- y que fueran también las autoridades asturianas las que entregaran a Franco la Cruz de la Victoria, a modo de una versión del siglo XX del triunfo de don Pelayo sobre los infieles musulmanes. Y, al igual

que la Iglesia reclama para sí la exclusividad de interpretación de acceso a la otra vida de toda construcción simbólico-literaria histórica –cuya lucha por monopolizar la palabra de Dios aparece en los conflictos más graves de la historia política europea7- la institución de la Corona reclama también para sí el monopolio de una identidad nacional sustentado en una creencia que desborda su propia capacidad de implantación a nivel del Estado. Si resulta absurdo, irracional o prepolítico que los vascos –o cualquier otra comunidad política- quieran basar su identidad histórica en las creencias, en la naturaleza o en razones de sangre, no puede entenderse que este mismo proceder tan anacrónico y de matiz racista quede recogido constitucionalmente respecto a la máxima magistratura del Estado y, además, que se trate de fomentar y proteger de una forma especial. Pues al fin y al cabo, la monarquía es la institución que ha venido transmitiendo generación tras generación y a lo largo y ancho del mundo las prácticas, los comportamientos y las creencias de las sociedades de la antigüedad. Para ello vendría a elevar a nivel político y jurídico o a razón de Estado los intereses, la ambición, la crueldad, la ignorancia o la credulidad de sus titulares temporales e instrumentalizados preferentemente con la censura, los monopolios, el Código penal y la guerra. Esos serán los instrumentos o mecanismos específicos en que se basaría la legitimidad dinástica. Bastaría recordar y analizar los comportamientos y las tácticas de los dictadores, bandidos u organizaciones mafiosas o terroristas de la Edad Moderna para establecer una estrecha semejanza con las monarquías históricas, con la diferencia de que aquéllas no serán hereditarias o consanguíneas.

Sin embargo, dado que las tácticas de la fuerza –como en su día intentara el ex rey Constantino- o el recurso a la criminalidad ya están deslegitimadas a escala planetaria, y no existe en legislación alguna ni en las creencias de las gentes la idea de la designación de un jefe de Estado por la gracia de Dios – el derecho divino hereditario- entonces solo quedará la posibilidad de engañar, censurar, manipular u ocultar; y, además, de hacerlo de la forma más simpática, amable, atractiva u ostentosa posible y contar con los medios de comunicación social para divulgar una creencia y hacer de ella un producto publicitario o noticia. Con esta finalidad ideó y creó en su día el periodista Graciano García García los Premios Príncipe de Asturias a fin de materializar el ideario poético, el romanticismo, el boato y la relación mágica entre un rey y su pueblo a semejanza de la que Fraga8 desarrolló sobre la función e ideario de un rey en el momento clave de la transición política y al que seguirán otros periodistas, también convertidos en publicistas como, entre otros, Emilio Romero9 o las colectivas de P. Cernuda, J. Oneto, R. Pi y P. J. Ramírez10;

Así lo reconocen los propios promotores de los Premios Príncipe de Asturias, siguiendo el ejemplo de la monarquía sueca con sus Premios Nóbel11. Con la diferencia de que el Premio Nóbel viene a cumplir la voluntad testamentaria de Alfredo Nóbel a fin de resaltar a escala mundial los valores más universales de la humanidad ante la incomprensión de sus coetáneos del valor y significado del conocimiento científico y sus repercusiones en los modelos organizativos de los pueblos, mientras que los Premios Príncipe de Asturias o los de periodismo Rey de España vienen a popularizar la voluntad de un dictador y a publicitar la Corona asociándola a los valores de nuestro tiempo. Unos valores y unas prácticas de comportamiento que no se corresponden de ningún modo con la función y desenvolvimiento de las monarquías en el curso de la historia política de Oriente u Occidente. Al igual que las diversas ramas de la teología cristiana han tenido y tienen por vocación asociar el logos y el racionalismo procedente de la tradición hebrea, griega, romana y helenística al irracionalismo y a las creencias difícilmente asumibles procedentes de Oriente a fin de salvar lo insalvable del cristianismo, del mismo modo, las monarquías desean asociarse a los logros y al desarrollo político, tecnológico, económico, artístico y moral del devenir histórico de las sociedades de nuestro tiempo como únicas vías posibles de prolongar en el tiempo unos contenidos, unas creencias y una institución que ya ha perdido todo su sentido. Como expresará Marcel Gauchet, la creencia religiosa y la antigua acción política de las iglesias serán suplidas en nuestras sociedades formalmente democráticas por los medios de comunicación y la publicidad12. Algo que el realismo y el pesimismo político de Maurice Duverger ya nos lo había adelantado respecto a las ciencias sociales al expresar que esperaba que algún día resultara falsa la fórmula de que gobernar sea, sobre todo, hacer creer13 o lo que, más próximo a nosotros,

Antonio Rivera14 ha convenido en llamar el dios de los tiranos. Es decir, cuando el mito, el temor, la fe o las creencias constituyen el fundamento y la legitimidad del poder soberano hasta alcanzar una nítida separación entre el orden político y el social derivando y haciendo de lo político una teología profana, convirtiéndose reyes y dictadores en mitos políticos en sus respectivos territorios de reconocimiento. Esta será una estructura y contendrá una lógica interna –sustentada en una fidelidad legal, voluntaria o interesada- cuyo modelo político organizativo se extenderá por el resto de las instituciones u organismos estatales. De aquí una de las razones de la indiferencia por lo político o lo público que se manifiesta en las consultas electorales de los diversos países que, disponiendo de los mayores recursos imaginables respecto al pasado, buena parte de los electores vienen haciendo dejación de un mecanismo tenido por rutinario o formalista que de cualquier modo siempre contribuye al mantenimiento de un mismo modelo político ya sea bajo las siglas de un partido de derechas o de izquierdas. La Corona se convierte así en la máxima representación y en la mejor cobertura de un sistema político que prefiere sustentarse en la fe y en la publicidad antes que en la verdad y en la ciencia, que prefiere la fidelidad –ya sea legalmente establecida o voluntaria- a la crítica o al análisis técnico de las posturas encontradas en cualquier faceta de la vida económica y social, que prefiere la devoción a la razón. O, dicho de otro modo, cuando se vienen a mitificar o a falsificar los atributos de la persona que encarna la máxima magistratura de un Estado, ¿Por qué habría que reprochar el mismo proceder extendido al resto de las personas al frente de las instituciones que conforman el entramado político y jurídico del Estado? ¿Por qué habría que exigirles un realismo político y económico a los agentes sociales y, sobre todo, a los trabajadores –bajarse de las nubes dice el presidente de la CEOE- ante la puesta en peligro de sus medios de subsistencia, cuando su máxima magistratura política se sustenta en la fe, en la creencia, en la publicidad y en la censura? México y España y, por extensión, todos los países iberoamericanos hermanados por tantas cosas pasadas y presentes, también lo están sobre todo por un continuo sufrimiento derivado de una doble moral de sus dirigentes políticos, interesados todos en mantener un déficit participativo en sus respectivas culturas políticas a fin de sostener a su clase política.

 

 

Autor:

José Cantón Rodríguez

Sociólogo

Partes: 1, 2
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